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Predeterminado Esta es la vida de Francisco Pizarro, el conquistador del Imperio inca

A la tercera fue la vencida. La expedición que Pizarro lideró en 1532 consiguió conquistar el Imperio inca comandado por Atahualpa. El de Trujillo acabó traicionado por sus propios compatriotas en 1541

La última década del siglo XV y las primeras del siglo ulterior, a poco que se rememoren, nos evocan rápidamente descubrimientos, exploración, heroicidad, epopeyas, en definitiva aventura. En apenas una generación, el mundo occidental contempla asombrado cómo un nuevo y vastísimo continente, hasta entonces desconocido, ensancha la cosmovisión de los europeos.

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Grabado de 1807 en el que se muestra la sumisión del último emperador inca Atahualpa a la embajada de Francisco Pizarro, encabezada por Hernando de Soto. Foto: Prisma.

De la mano de marinos, exploradores y aventureros españoles, los europeos escuchan asombrados las crónicas que arriban desde las Indias recién descubiertas, cada cual más fascinante. Estas historias, que llegan y se propagan rápidamente por las callejuelas de todas las urbes del viejo continente, hablan de cómo un puñado de valientes y hasta entonces anónimos soldados conquistan imperios; de indios que se suman a las huestes ibéricas con tal de vencer a un enemigo común, cruel, que les sacrificaba a sus dioses. Los relatos, cada vez más numerosos, hablan de pirámides y templos fastuosos levantados en mitad de la selva, de ciudades de oro, de mares desconocidos colmados de islas paradisíacas, de mujeres guerreras y casi desnudas que atacan brutalmente y desaparecen… En los mapas españoles, los más precisos y detallados de la época, se esbozan apenas los contornos de enormes áreas vírgenes: buena parte del mundo es terra incognita. Fantasía, mito y realidad se mezclan y confunden en la mente de aquella generación de afortunados.

El 16 de marzo de 1476 nace uno de aquellos afortunados: su nombre es Francisco Pizarro González, y está destinado a convertirse en uno de los más grandes conquistadores españoles de todos los tiempos junto a Hernán Cortés, de quien por cierto era pariente, aunque lejano.

No es difícil imaginar la infancia del pequeño Francisco en Trujillo, la noble ciudad de la que es natural. La cuadrilla de amigos corriendo ladera arriba en dirección al castillo que corona la villa, para perderse luego en partidas de niños que se imaginan soldados, batiéndose con espadas de madera entre los muros de la fortaleza, cual moros y cristianos. Correrías de punta a punta de la villa, al alba y sobre todo al anochecer, persiguiendo los últimos rayos de sol que languidecen en alguna de las puertas de la muralla que dan acceso a la ciudad.

Los interminables baños de verano de la cuadrilla del joven Pizarro, escandalosos a más no poder, sucedían la mayor parte de las veces en la alberca que está junto a la monumental puerta de San Andrés, aunque a veces se desplazaban al aljibe hispano-musulmán, lejos de las miradas inquisitoriales de los adultos. Las tardes en la Plaza Mayor, donde se reunían comerciantes y artesanos para vender sus productos, entre los que deambulaba el joven Francisco durante horas soñando con hacer fortuna y verse rico, rico y dueño de todo lo que deseara. Y, también, sus imperdonables misas en la iglesia de Santa María la Mayor, a la que acudía junto a su madre, aunque él prefería asistir a la de Santiago, mucho más pequeña y humilde, de estilo románico, que se le antojaba mucho más acogedora.

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Estatua de Francisco Pizarro en Trujillo, su ciudad natal. Foto: Shutterstock.

Así pasó la infancia del joven Pizarro hasta que a los catorce años llega la buena nueva que habría de cambiarle la vida. El marinero Cristóbal Colón, al que muchos daban por loco y temerario, había llegado a las Indias navegando hacia el este. Aunque muchos, valga decir, murmuran que realmente no ha alcanzado las tan ansiadas Indias, sino un nuevo continente completamente desconocido hasta entonces. Jamás olvidaría aquel día: dos marchantes de Burgos le habían informado del descubrimiento bajo los soportales de la Plaza Mayor. «Miles de aventureros están yendo hacia Sevilla, deseosos de embarcar en las próximas expediciones a las Indias. Los hemos visto por decenas en los caminos que conducen al sur».

Pizarro, hastiado de cuidar puercos en Trujillo, decide entonces vincular su suerte a esas nuevas tierras recién descubiertas allende los mares. Ya es pobre, así que nada teme perder. Es en 1493 cuando se une a un grupo de caminantes y comerciantes que se dirigen a Sevilla, deslumbrado como está por la hazaña colombina.

Rumbo al Nuevo Mundo

Durante los siguientes nueve años sobrevive con muchas penurias dedicándose a lo que buenamente puede, sin rechazar ningún trabajo, fuese cuidando cerdos —como en su Trujillo natal—, descargando naos en puerto o de bracero en los campos a las afueras de la ciudad, hasta que, en 1502, consigue alistarse en la flota de Nicolás de Ovando, gobernador de La Española, rumbo al Nuevo Mundo. Es en abril del año de Nuestro Señor de 1502, con apenas veinticuatro años, cuando pone pie por primera vez en sus tan ansiadas Indias: ha arribado a la isla La Española, ese Nuevo Mundo descubierto por Colón donde todo es posible.

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Estatua de Fray Nicolás de Ovando en la Plaza de España de Santo Domingo, en República Dominicana. Foto: ASC.

Durante los siguientes siete años, Pizarro participa como soldado raso en expediciones de «pacificación» de indios alzados, así como en fundaciones de fuertes y villas a lo largo de la miríada de islas caribeñas colonizadas hasta entonces. Son años de aprendizaje militar, en los que no solo consigue sobrevivir a innumerables peligros y choques con tropas indígenas, sino que destaca por su valor y destreza militar. Francisco acaba convirtiéndose en un «baquiano», término que hace referencia a hombres conocedores de caminos y atajos y que actúan como guías para transitar por ellos, y que al otro lado del mar pasó rápidamente a hacer alusión a aquellos hombres con experiencia en la vida expedicionaria en Indias.

Su primera gran epopeya, de las muchas de su vida, le llega en 1509, cuando parte como lugarteniente de Alonso de Ojeda, gobernador de la Nueva Andalucía, a la conquista de las tierras del golfo de Urabá, la zona selvática más inhóspita, salvaje e impenetrable de todo el continente. Junto a él fundan el primer fuerte en el continente, el de San Sebastián, donde queda estacionado junto a parte de la hueste de Ojeda, con órdenes de regresar a La Española si Ojeda no regresa en el tiempo pactado.

Francisco, fiel a su palabra, pasadas unas semanas reúne con pesar a los españoles del fuerte, y se dirige a ellos con determinación y vehemencia.

—Compañeros de armas, todos sois conocedores de las órdenes de nuestro gobernador. Hemos esperado su regreso más tiempo de lo pactado…

«No queda otra que cumplir con la palabra dada, por más que nos pese, y regresar a Santo Domingo. Esperemos que la suerte de Ojeda y de los que les siguen sea mejor de la que tememos.

—¿Cuándo partimos? —se alza una voz desde la tropa.

—Mañana mismo. Ahora, ocupaos de vuestras cosas, que mañana al alba estaremos ya a bordo de los bergantines —concluye el trujillano.

El regreso a La Española es una auténtica pesadilla. Olas enormes y viento huracanado sacuden los bergantines, haciendo naufragar a uno de los dos navíos, resistiendo por poco el de Pizarro. A algunas millas náuticas de Santo Domingo el bergantín de Francisco y sus hombres, que ya navega con viento suave, otea a poca distancia otra nave, que no es otra que la del socio de Ojeda, Martín Fernández de Enciso.

Ambas naves se dirigen una a la otra y al poco aconchan, es decir, se abordan sin violencia. Martín le explica que se dirige de nuevo hacia el continente con el objetivo de fundar la primera ciudad en él. Pizarro se le suma rápidamente, entre los vítores de los demás soldados y marineros que viajan con él. Ninguno de ellos desea regresar derrotado, sin gloria ni riqueza, a Santo Domingo. Ambas naves se aproan de nuevo hacia el continente, de regreso a la aventura.

Pizarro y sus hombres participan de la fundación de la primera ciudad española del continente, Santa María de la Antigua, donde se asientan durante algunos años. Pero tras la empresa de Ojeda, Pizarro necesita más. No ha viajado tan lejos para asentarse en la primera ciudad de América y morir cómodamente cual simple colono. Así que en 1513 no duda ni un instante en aceptar la propuesta de Vasco Núñez de Balboa. No le promete oro, ni plata, ni riqueza alguna, pero sí la fama de descubrir, junto a él, el tan ansiado mar del Sur, la puerta a las islas de la Especiería.

Francisco Pizarro es un iletrado —bien lo sabe Vasco Núñez— y la suya es más una expedición de descubrimiento que de conquista, en la que tan importante será la lucha como el buen uso de la diplomacia con los nativos. Pero Núñez de Balboa también sabe que el de Trujillo es un soldado de valor acreditado aunque prudente, características que no abundan entre los aventureros españoles que se lanzan a las Indias, además de buen estratega y mejor líder militar. Sí, sin duda alguna quiere a Francisco junto a él.

Pizarro se convierte en el lugarteniente de Núñez de Balboa, en el capitán al que más valora y en el que más confía. Será Pizarro el que se adentre una y otra vez en zonas hostiles, a la vanguardia del ejército de Balboa. Así sucede, por ejemplo, cuando se adentran en las tierras del cacique Careta y más tarde en las del cacique Comagre. En todas las refriegas contra los nativos hostiles es Pizarro el que lucha codo con codo junto a Balboa, siempre a un brazo de distancia de su jefe, guardando una y otra vez las espaldas a su líder. A él, a Vasco Núñez de Balboa, debe su primer encuentro con la gloria. Ambos contemplan, el 25 de septiembre de 1513, el océano Pacífico y cuatro días más tarde el nombre de Pizarro pasará a engrosar todas las crónicas de la época al ser uno de los soldados presentes en la toma de posesión de ese inmenso mar para España. Pero la gloria del trujillano no era completa. Estaba a la sombra de Balboa, y deseaba más, mucho más.

Es precisamente gracias a Vasco Núñez de Balboa que Pizarro escucha hablar de un reino poderoso y riquísimo llamado Birú, Pirú o Perú. Conquistarlo es el siguiente objetivo de Balboa, pero no llega a partir jamás en pos de ese sueño, ya que Vasco Núñez de Balboa es ajusticiado el 15 de enero de 1519 en Acla, tras una traición orquestada por el gobernador Pedrarias Dávila. Es Francisco Pizarro quien lo toma preso, en una de las mayores felonías que se le recuerdan al de Trujillo. Es cierto que cumplía órdenes del gobernador, pero traicionó al que tanto le dio y a quien tanto confió en él, y su traición fue vilmente recompensada por Pedrarias, quien le concedió la alcaldía de la ciudad de Panamá y una encomienda de ciento cincuenta indios en la isla Taboga, frente a la bahía de Panamá.

De Núñez de Balboa no solo hereda la gloria de ser uno de los descubridores del mar del Sur, sino también su gran obsesión: hacerse con el mítico reino del Birú. El empeño enfebrecido de Pizarro por conquistar el reino del sur empezará a cobrar forma a partir de julio de 1523, cuando llegan a la ciudad de Panamá los supervivientes de la expedición de Pascual de Andagoya, fundador de Panamá, con noticias asombrosas sobre las enormes riquezas en oro y metales preciosos del Imperio inca. De hecho, es el mismo Pascual de Andagoya quien desea liderar una expedición de conquista, pero se halla malherido y Pizarro no duda en adelantársele.

Rápidamente se reúne con Diego de Almagro y el clérigo Hernando de Luque y forman una sociedad «de conquista» con el objetivo de hacerse con el Imperio inca y repartirse después las ganancias. Entre los tres reúnen casi veinte mil pesos de oro, gracias a los cuales se hacen con dos carabelas y arman un ejército de ciento veinte hombres. Pizarro es el líder militar, Diego de Almagro es el encargado de suministrar las provisiones a bordo de una de las carabelas, y Hernando es el encargado de evitar que la Corona o el gobernador concedan los derechos de conquista del Perú a cualquier otro conquistador.

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Mapa del Darién, un área selvática y pantanosa de Panamá, cuyas costas recorrerá Pizarro. Foto: ASC.

La gran epopeya de Pizarro durará años, pero se inicia al alba del 14 de noviembre de 1524, cuando la carabela Santiaguillo leva anclas en Panamá, dirección al mítico Birú. Pizarro y los suyos cabotan la costa ya conocida por Hernán Pérez Peñate, el experimentadísimo piloto al mando de la nave. Así, durante meses, avanzan siguiendo la línea de costa del actual Panamá; explorando sin descanso los golfos, ríos y puertos naturales con los que se topan.

A los cinco meses de partir Pizarro se enfrenta a su primer gran contratiempo, que por poco le vale la expedición y la vida. Sucede en el río al que llaman de La Espera. Allí, Pizarro y una pequeña hueste de soldados se internan en la espesura de la selva para reunirse con el cacique de Las Piedras, cuando son ferozmente emboscados por cientos de indios. El mismo Pizarro salva la vida por poco, al ser herido en siete ocasiones, aunque ninguna de las heridas resulta mortal.

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Tras el enfrentamiento con los indios, Pizarro asiste al amotinamiento de sus hombres, que están cansados y hambrientos y no han visto nada del prometido reino de Birú. Foto: Alamy.

A salvo en la Santiaguillo, Pizarro ordena retirarse al norte, mientras un inicio de amotinamiento se extiende entre sus hombres. La inmensa mayoría desea volver a Panamá. Están cansados, hambrientos y decepcionados, y no hay rastro del mítico Birú. Francisco se niega y hace valer su autoridad, prometiéndoles que las provisiones de Almagro están al llegar. Pizarro calma los ánimos, al menos hasta la llegada de Diego de Almagro a bordo de la carabela San Cristóbal, casi dos meses después. Estamos a julio de 1525.

—La expedición ha sido un auténtico fracaso, al menos hasta ahora, Francisco.

—Parece ser que el Birú está mucho más al sur y, aunque ahora tenemos provisiones, los hombres no nos seguirán. Volvamos y reorganicemos la expedición —propone Almagro.

Pizarro acepta y ambas carabelas ponen rumbo a la ciudad de Panamá. A su llegada, el gobernador, antiguo aliado de Pizarro, estalla de rabia.

—¿Cómo es posible que volváis sin nada, Francisco? En diez meses, apenas habéis explorado un trozo de costa al sur de Panamá… ¡Ni siquiera llegasteis a las playas del Birú! —clama a Pizarro, mientras Almagro y Hernando de Luque, presentes en la reunión, tratan de contener la indignación del gobernador.

Al fin, tras amenazar a Pizarro mil y una veces con su destitución, Pedrarias accede a que la expedición trate nuevamente de llegar al legendario Birú, pero con una condición: de ahora en adelante, Almagro será colíder militar de la expedición. Una decisión que, con el paso de los años, se revelará de aciagas consecuencias.

El segundo viaje parte hacia el sur y una de sus primeras paradas es precisamente en el fortín del Cacique de Las Piedras, en el que Pizarro y sus hombres fueron atacados y a punto estuvieron de perder la vida. El castigo de Almagro y Francisco es ejemplar, incendiando a sangre y fuego el fortín del cacique, que tras la terrible venganza española recibirá el nombre de Puerto Quemado.

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Diego de Almagro, quien partirá como colíder militar con Pizarro a la segunda expedición al Perú. Foto: ASC.

Tras el desquite de Puerto Quemado, la expedición avanza hacia el sur por el Pacífico colombiano, llegando al estuario del río San Juan, en el que deciden acampar, mientras el piloto Bartolomé Ruiz, al mando de la San Cristóbal, es enviado hacia el sur en busca del aparentemente inalcanzable Perú. Paralelamente, Almagro, a bordo de la Santiaguillo, retorna a Panamá en busca de alimentos y provisiones.

Los Trece de la gloria

A los pocos meses ambas carabelas se reúnen con los hombres de Pizarro acantonados en la desembocadura del San Juan y Bartolomé trae noticias, aunque no del todo esperanzadoras.

—Capitanes, muy al sur de donde nos encontramos nos topamos con una enorme balsa a vela tripulada por decenas de indios, en la villa a la que los indios denominan Tumbes —les informa Bartolomé Ruiz.

—¿Y qué significa eso?, ¿eran indios del Perú? —inquiere, ansioso, Pizarro.

—No, capitán, pero tras preguntarles por el Perú nos hicieron entender que el reino existe y es riquísimo, pero que está todavía más al sur de lo que nos imaginábamos —responde el piloto.

—Pardiez, parece que jamás llegaremos al maldito Perú —brama Almagro, visiblemente ofuscado.

—Partamos mañana mismo hacia allí —propone Pizarro.

—Francisco, nuestros hombres están frustrados. Pocos desean seguir, la mayor parte solo sueña con volver definitivamente a Panamá —lanza, sincero, Diego de Almagro.

—Lo sé, yo he pasado cinco meses acampado en este desabrido junto a ellos, pero donde hay capitán no manda marinero —concluye Pizarro.

La expedición avanza entonces hasta la isla del Gallo, cerca del actual Ecuador, donde Pizarro establece su nuevo cuartel general. Diego de Almagro regresa a Panamá a por más provisiones, pero esta vez el gobernador Pedro de los Ríos, intuyendo el inminente fracaso de la expedición, decide mandar a Juan de Tafur a bordo de una carabela a por los aventureros del Perú.

Pizarro está al mando de ciento doce soldados españoles y no da crédito a las palabras de Juan de Tafur. Por un momento, pensó que el gobernador les enviaba refuerzos, pero la esperanza se tornó rápidamente en indignación. Jamás volvería, pobre y derrotado, a Panamá. No otra vez. No así. Es entonces cuando el trujillano desenvaina su espada y traza una raya en la arena. Dirigiéndose, furibundo, a sus hombres, advierte: «Por este lado se va a Panamá, a ser pobres; por este otro, al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere».

Solo trece de los ciento doce hombres deciden cruzar la raya y permanecer junto a Pizarro. Son los trece de la fama: Cristóbal de Peralta, Pedro de Candía, Francisco de Cuéllar, Domingo de Solaluz, Nicolás de Ribera, Antonio de Carrión, Martín de Paz, García de Jarén, Alonso Briceño, Alonso Molina, Bartolomé Ruiz, Pedro Alarcón y Juan de la Torre. Todos los demás regresan a Panamá junto a Juan de Tafur.

Los trece de la fama avanzan hacia el sur. No dan crédito a lo que contemplan en Tumbes y más allá. Están a las puertas del imperio, en su extremo norte, y las riquezas en oro y plata son incalculables. Tras hacerse con cientos de objetos de oro y plata y con trabajados y finísimos tejidos, reúne a sus trece fieles.

—Ahora sí, caballeros, es el momento de volver a Panamá. Sabemos dónde está el Imperio inca y las riquezas que traemos con nosotros son la prueba de nuestra valía y —lo más importante— lo que moverá de nuevo a cientos de hombres a enrolarse junto a nosotros en la conquista del Perú.

—¿No es un riesgo volver ahora? No gozamos de la simpatía del gobernador —dice uno de ellos.

—No volvemos a Panamá, sino a España. Trataré con el mismísimo emperador la capitulación —afirma Pizarro, orgulloso.

Así hace. El 26 de julio de 1529, Francisco Pizarro rubrica junto a Carlos I, en Toledo, la capitulación que le nombra gobernador, adelantado y alguacil mayor del Perú. Y no solo eso; los trece de la fama son reconocidos hidalgos, Almagro es nombrado alcalde de Tumbes y Hernando de Luque, protector de los indios. Pizarro aprovecha su estancia en España para reclutar a decenas de hombres deseosos de participar en la conquista, entre ellos sus propios hermanos, y parte de nuevo hacia América, en pos de riquezas infinitas y gloria eterna.

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Tras ser herido por los incas y enfrentarse a ellos en multitud de ocasiones, Pizarro, conquistador del Perú, muere a manos de compatriotas españoles. Foto: Prisma.

Y, por fin, el 20 de enero de 1531 parte desde Panamá la tercera y última expedición de Pizarro. El de Trujillo sabe que en esta ocasión no le queda más que vencer o desistir. Al fin y al cabo, han transcurrido ya siete años desde su primera expedición al Perú, y tanto aquella como la que le siguió fueron un sonoro fracaso.

—O es a la tercera, o no será —afirma a Diego de Almagro.

—Lo será —zanja este último.

Corre el mes de agosto de 1531 y llevan casi siete meses acampados en la playa de Coaque, esperando a que los soldados se recuperen de la epidemia que azota a la expedición. En noviembre arriban a la isla de Puná, desde donde preparan el desembarco y conquista de Tumbes, que llevarán a cabo entre abril y mayo de 1532. Es en Tumbes donde Pizarro le llegan noticias esperanzadoras: el inca Huayna Capac, uno de los más respetados monarcas en la historia del imperio, ha muerto.

—Y dicen que tras una cruenta guerra civil entre dos de sus hijos, Huáscar y Atahualpa, finalmente se ha impuesto este último —comenta el trujillano con su socio.

—Sí, Francisco. Nos están llegando emisarios de pueblos indios dominados por los incas que desean unirse a nosotros. Ayer fueron los Huancas, hoy los chachapoyas —dice Diego de Almagro, esbozando una sonrisa.

—Serán bien recibidos —responde, lacónico, el trujillano.

—No lo dudaba —contesta Almagro.

Tras unas semanas en Tumbes, la hueste de Pizarro se interna tierra adentro. Su objetivo es dar con el inca y descabezar el imperio. Pero Pizarro, prudente como es, sabe que necesita una base en la que poder guarecerse si la guerra se les complica, y para ello funda el 15 de agosto la ciudad de San Miguel de Tangarará, primera ciudad hispana del Perú, en la que dejará una pequeña guarnición de soldados.

Finalmente, el 24 de septiembre de 1532, ocho años y diez meses después de su primera expedición fallida al Perú, Pizarro y su ejército inician el viaje que les ha de llevar, en apenas dos meses de penosas y agotadoras marchas, a la ciudad de Cajamarca donde, tras una serie de intercambios de presentes y de mensajes, han quedado en reunirse con el emperador inca.

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Fundación de San Miguel de Tangarará, el primer asentamiento fundado por los españoles en el Perú. Foto: ASC.

Tras entrar en la ciudad, los españoles se organizan y traman el plan que han de seguir para capturar al inca. Sitúan a los arcabuceros y cañones en torno a la plaza y a los caballeros en los flancos, emboscados. Solo resta un inconveniente, y es que el emperador está acampado a las afueras de la ciudad, en Pultumarca. Para que el plan se desarrolle según lo previsto y los españoles puedan aprovecharse del factor sorpresa, el encuentro debe producirse en la plaza mayor de Cajamarca. Si sucede en campo abierto, los castellanos saben que perderán no solo la batalla sino también sus vidas, dada la abrumadora superioridad numérica de los soldados incas.

Es entonces cuando Francisco Pizarro envía a su hermano Hernando y a Hernando de Soto a parlamentar con Atahualpa. «La misión es clara: convencer a Atahualpa de que el encuentro se produzca en la plaza de la villa. Ah, y que os acompañen todos los caballeros con vosotros», les ordena Pizarro.

Los dos enviados se aproximan a los aposentos de Atahualpa, que distan unos seis kilómetros de Cajamarca. Pizarro contempla desde la ciudad los miles y miles de soldados indios que conforman el ejército inca y cómo su hermano y Hernando de Soto lideran la delegación española. Ambos, al llegar a Pultumarca, se aproximan a los aposentos del emperador, situados en una zona termal de gran belleza, mientras los demás españoles a caballo aguardan a las puertas del campamento. El cronista Francisco de Jerez inmortaliza así la residencia del emperador:

«La casa de Atahualpa es la mejor que entre indios se ha visto, aunque pequeña; hecha en cuatro cuartos y en medio un patio, y en él un estanque al que viene agua por un caño, tan caliente que no se puede sufrir la mano en ella. Esta agua nace hirviendo en una sierra que está cerca de allí. Otra tanta agua fría viene por otro caño y en el camino se juntan y vienen mezcladas por un solo caño al estanque y, cuando quieren que venga la una sola, tienen el caño de la otra. El estanque es grande, hecho de piedra; […] El aposento donde Atahualpa estaba es un corredor sobre un huerto y junto está una cámara donde dormía, con entrada sobre el patio; las paredes están enjalbegadas de un betumen bermejo, mejor que almagre, que luce mucho, y la madera que cae sobre la cobija de la casa está teñida del mismo color, y el otro cuarto frontero es de cuatro bóvedas redondas como campanas, todas cuatro incorporadas en una; éste es encalado, blanco como nieve».

La espera se eterniza a las puertas de los aposentos del inca. Hernando Pizarro es mucho menos paciente que de Soto y pronto pierde los nervios. «¡Decidle al perro que salga!», ordena a Martinillo y a Felipillo, los dos intérpretes de los que se valen los castellanos. Tras los exabruptos, Atahualpa aparece, pero oculto tras una leve cortina que muestra solo su silueta, y ello desata nuevamente la rabia del iracundo hermano de Pizarro. Atahualpa entonces se muestra a los españoles. Viste majestuosamente, tocado con la mascapaicha, la borla de rojo encarnado que es el símbolo imperial del inca. Observa por un instante a Pizarro. Su mirada es feroz. Tras un gesto de indiferencia, se dirige a Hernando de Soto.

—¿Qué diablos ha dicho? —brama Hernando Pizarro a su intérprete.

—Decidle a vuestro jefe que mañana me reuniré con él en Cajamarca. Y decidle también que deberá pagar todo lo que tomó de nuestra gente y de nuestras tierras —traduce Felipillo al instante.

—Maldito arrogante —murmura Hernando Pizarro a su compañero. Tras ello, aceptan el licor que les ofrece el inca y abandonan prontamente el campamento, ansiosos por explicar a Francisco Pizarro las buenas nuevas. Lo habían conseguido.

La mañana del 16 de noviembre de 1532 amanece soleada. Atahualpa se aproxima a la ciudad, al frente de un ejército de miles de hombres, unos treinta mil según algunas crónicas. La mesnada de Pizarro la componen unos ciento sesenta españoles y apenas treinta y siete caballos. El encuentro entre ambos ejércitos es espectacular. Los españoles esperan en la plaza mayor de Cajamarca la llegada del gran inca. La emboscada está preparada y, a la señal de Pizarro, todos se lanzarán a sangre y fuego contra el símbolo viviente del imperio. Los españoles tendrán una oportunidad, solamente una.

Cuatrocientos servidores anteceden a Atahualpa, limpiando el suelo por el que avanza el inca. Apenas separados por unas decenas de metros, es entonces cuando Pizarro envía al fraile dominico Vicente Valverde con el requerimiento, documento oficial que traduce Felipillo al inca, en el que se argumenta por qué el inca debe obediencia a la corona española. El padre Valverde lee durante diez minutos el requerimiento, con voz grave e impostada:

«De parte del emperador y rey don Carlos y doña Juana, su madre, reyes de Castilla, de León, de Aragón […] vos rogamos y requerimos que entendáis bien esto que os hemos dicho y toméis para entenderlo y deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo y reconozcáis a la iglesia por señora y superiora del universo mundo y al sumo pontífice llamado Papa en su nombre y al emperador y reina doña Juana nuestros señores en su lugar como a superiores y señores y reyes de esas islas y tierra firme».

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Grabado que representa a Francisco Pizarro, el fraile dominico Vicente de Valverde de rodillas frente a Atahualpa en Cajamarca el 16 de noviembre de 1532. Foto: Álbum.

Felipillo se afana en traducir como buenamente puede al inca el requerimiento, mas Atahualpa no da crédito a la altivez hispana. Realmente está entendiendo el mensaje de los castellanos. Y si es así, ¿cómo es posible tanta arrogancia en este grupo minúsculo de extranjeros?, piensa Atahualpa. Felipillo continúa traduciendo, ante el asombro cada vez mayor de Atahualpa y su comitiva:

«Si así lo hiciereis, haréis bien y aquello que sois tenido y obligados y sus altezas y nos en su nombre os recibiéremos con todo amor y caridad y os dejaremos vuestras mujeres e hijos y haciendas libres sin servidumbre para que de ellas y de vosotros hagáis libremente lo que quisiereis».

Es entonces cuando el padre Valverde le entrega la Biblia al emperador inca, mientras Felipillo trata de traducir las últimas palabras del requerimiento:

«Y si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosamente pusiereis, os certifico que, con la ayuda de Dios, nosotros entregaremos poderosamente contra vosotros y os haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéramos y os sujetaremos al yugo y obediencia de la iglesia y de sus majestades y tomaremos vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos».

Atahualpa, tras hojear la Biblia, la arroja al suelo, con mirada orgullosa, desafiante. Jamás pensó toparse con hombres más arrogantes. Es en ese preciso instante cuando Pizarro da la orden de ataque. «¡Santiago!», grita con todas sus fuerzas. Al instante, el cañón de los cristianos y los cientos de arcabuces hacen fuego sobre los hombres del inca, creando una enorme confusión entre los soldados incas, que tratan de proteger con sus cuerpos al emperador. A los pocos segundos, los españoles que se mantenían ocultos aparecen por doquier y se lanzan hacia el inca, algunos a caballo, otros corriendo, todos blandiendo espadas y lanzas.

La batalla dura menos de una hora, lo que tardan los españoles en capturar a Atahualpa, rodeado de miles de cadáveres de valerosos soldados incas que han entregado sus vidas por proteger a la cabeza de su imperio. Se ha obrado un milagro militar: unos pocos cientos de españoles han vencido a miles de soldados incas. Sí, lo que parece imposible ha ocurrido: el emperador ha sido apresado. La captura de Atahualpa no es el fin del Imperio inca, pero sí el principio del fin, y Pizarro lo sabe.

El 16 de noviembre es el día clave en la vida del conquistador trujillano, sin duda alguna. El momento en que accede a la fama, al universal reconocimiento entre los suyos, y también a las riquezas que tanto ansiaba. Sí, también a las riquezas, porque Atahualpa tratará de comprar su libertad con un fabuloso rescate: llena una habitación de oro y dos más de plata. Pero eso no basta a Pizarro y a los suyos que finalmente le condenan a morir mediante garrote vil el 26 de julio de 1533. Esa jornada es, sin duda, de infausto recuerdo en la biografía de Pizarro, a semejanza de la que años atrás cometió con Vasco Núñez de Balboa.

Pizarro morirá ocho años más tarde, el 26 de junio de 1541. En los años que separan la muerte de Atahualpa de la muerte del gran conquistador trujillano, este último aún tendrá tiempo de fundar la villa peruana de Trujillo y la monumental Ciudad de los Reyes o Lima, casará y tendrá hijos con Inés Huaylas Ñusta, hija del inca Huayna Capac, y luego con Angelina Yupanqui, bisnieta de Pachacutec, uniendo así el mestizaje ambos linajes, el de los emperadores incas y el de los conquistadores españoles. El Perú moderno, mestizo, hispanoamericano, empezaba a tomar forma.

También habrá tiempo, en esos años, para una guerra civil entre almagristas y pizarristas. De hecho, en la sangrienta batalla de Las Salinas, que enfrentó a ambos bandos, morirá Juan de Málaga, esposo de la futura conquistadora de Chile, Inés Suárez. Pero esa es, ya, otra historia.

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Grabado del asesinato de Francisco de Pizarro por seguidores de Diego de Almagro. Foto: Prisma.

El 26 de junio de 1541, en la Ciudad de los Reyes, Pizarro es asaltado en su palacio por un grupo de almagristas. Se defiende a ultranza, pero al verse herido de muerte, lanza a sus asaltantes un último deseo: «¡Confesión!», clama a sus enemigos. Juan Rodríguez Barragán, antiguo criado suyo, es uno de los atacantes. Es él quien le responde: «¡Al infierno!, ¡al infierno os iréis a confesar!», mientras los demás asaltantes gritan «¡Viva el rey!, ¡mueran tiranos!». Así muere Pizarro, conquistador del Imperio inca. Heroico, ambicioso, el más quijotesco de los conquistadores españoles.

muyinteresante.es / Publicado por Javier Diéguez Suárez, Historiador y escritor, 03 febrero 2024
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