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Icon Cafe Inmortal Sean Connery

Siempre se van los mejores, pero en el caso de Sean Connery, nunca un dicho fue tan cierto. Con un talento innato para la interpretación que fue mejorando con los años hasta alcanzar la perfección, este escocés con hechuras épicas hizo del estilo naturalista todo un tratado actoral, una acotación memorable, una glosa trepidante y varonil de la historia del cine. Su técnica, la supresión paulatina de la persona a favor del personaje, lo impulsó en un presente continuo cargado de papeles inolvidables: si algo de valor tienen muchas de sus películas es porque fue dejando en ellas aquel estofado dramático suyo, la pepitoria de su imponente presencia, el esperado festín del personaje verosímil, anunciado en aquellos carteles colosales de la Gran Vía, frescos vaticanos pintados por Mac, Jano y Montalbán para la veneración laica y capitalina en los frontispicios de los templos del cine. Porque por entonces íbamos a ver una película de Sean Connery; de ahí que se nos haya ido uno de los últimos de su estirpe, aunque nos queden Caine, Plummer y Redford.Sean Connery rodeó la realidad hasta llegar a esa zona del corazón de los hombres donde vida y sueño se confuden, las racionalidades se asilvestran, perdiendo su rigor y circunstancia, como si tuviese los poderes de un mago ancestral para que pudiésemos creer en lo imposible por un día: agentes secretos, caballeros inmortales, ladrones veteranos que atraviesan los cielos, aventureros invulnerables y hechos de una pieza, Ricardo Corazón de León o el mismísimo rey Arturo, que volvían de las Cruzadas o de unas guerras antañonas que lo volvían más interesante con la pátina de la batalla, la conquista, el beso... Aquel humor finísimo que nos hacía sonreír en mitad de una brutal pelea con un espía soviético mientras encajaba los golpes con insólita serenidad coreográfica era propio de él, y de nadie más que él. Heredero de Clark GableEnvejeció bien porque la vida antigua palpitaba en su presencia de galán seductor, heredero directo de Clark Gable, de cuya estirpe fue tan dignísimo y elevado epígono que deja el trono vacío. Porque de los monarcas y príncipes achulados y honestos de la gran pantalla, de cuyo árbol familiar desciende Connery –William Holden, Robert Mitchum o Richard Burton–, ya no nos queda ninguno. Su boca de labios finos hecha para paladear el whisky de malta entrecruzaba ironías con el antagonista, permanentemente cabreado con él porque Connery era más guapo, más listo y se le deban mejor las chicas que todos los archivillanos millonarios del planeta. Aquella manera suya de mirar, de mirarlos, de mirarlas, como quien mira bajo el sol o a contraluz y guiña un poco los ojos, enamoraba a las gentes. La poderosa frente roturada por mil y un rodajes, lavada por la lluvia de Escocia y remansada en aquella ceja arqueada y escéptica a lo Gable; la aguja varonil de la nariz audaz, burilada por una inteligencia libre; el mentón de granito de las Highlands, donde encajaron generaciones de puñetazos; la voz grave, rotunda y a la vez suave con nostalgias de señor feudal o narrador de leyendas; la percha sexi de Rock Hudson, lo convirtieron ya en los sesenta en mucho más que James Bond a partir de Goldfinger (1964), pero Harry Saltzman y Albert R. Broccoli no lo dejaban escapar a otras latitudes artísticas a golpe de talonario. Su convalecencia de espía, durante la que siempre retuvo su pasado esplendor, fue un camino jalonado de obras maestras. Dispuesto a besar y a matar, e incluso a las dos cosas a la vez, fue más allá del rocoso agente secreto en Nunca digas nunca jamás (1983), magistral e indisimulada revisión de Operación trueno (1965) en la que Kim Basinger y Bárbara Carrera se abrazaron a su torso seductor de cincuentón muy bien llevado, en el que persiste el anuncio viril de la acción, del hombre quintaesenciado que habrá de sobrevivir al tiempo, a la muerte, a Blofeld.Trabajó con John Huston, Edward Dmytryk, Richard Brooks, Alfred Hitchcock, Sidney Lumet, Martin Ritt, Richard Attenborough y John Milius, y más tardíamente con Peter Hyams, Jean-Jacques Annaud, Brian De Palma o Steven Spielberg, que lo reeditaron otoñal y atractivísimo con el final de siglo. Su prodigioso Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa (1986), al que da réplica dignísima un soberbio F. Murray Abraham, desafía al tiempo y a cualquier traslación literaria a la gran pantalla. No podremos olvidar el canto de despedida mientras cruzaba el puente de Daniel Dravot, aquel pícaro soldado creado por Kipling e inspirado en el masón Josiah Harlan, y que nos convenció a todos de que es mejor reinar y morir, y que las coronas brillan orlando las cabezas de quienes las merecen. Sean Connery disfrutó en vida de su propia leyenda sin sucumbir al espejismo del éxito. Vino a vivir a Marbella y enamoró a la corte de los milagros de Gunilla von Bismark y Jaime de Mora y Aragón en yates de lujo, y también a las odaliscas de todas las jaimas principescas que instalaban las monarquías de Oriente en la Costa del Sol. Porque se transmutaba a la morisca cuando la ocasión lo requería, como en El viento y el león (1975) o El árabe (1978), que en eso consiste la versatilidad del actor, pues él tenía ese raro don que la egoísta Talía no concede a todos los que se dicen intérpretes de un texto. La banda sonora de su vida es la de nuestras vidas: el pentagrama de John Barry, Jerry Goldsmith, Maurice Jarre, Ennio Morricone o incluso Queen, porque fue un clásico moderno en sus últimos años. Alrededor de su persona fue flotando la mitología, una cualidad solo al alcance de los semidioses, de los hombres cuasidivinos, y su aura carismática y virilidad estatuaria se multiplicaron ad infinitum por la gran pantalla, saltando al otro lado, al patio de butacas, incendiando vidas, inspirando gestas, estimulando cantares de gesta más cotidianos... Su Robin Hood otoñal, erosionado por el viento del desierto, volvió loca de amor a Audrey Hepburn: «Te amo más que al amor o a la alegría o a la vida entera. Te amo más que a Dios», le confesó Marian con su último aliento. Connery siempre nos recordará a alguien: al hombre que pudimos ser.

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